Tuvo Ginés el máximo cuidado en
elegir el momento en el que dirigirse al tormo, cuya función
principal no había sido otra que la de enfadar al tabernero. Su
padre estaba tornando a un humor escaso y a un estado de nervios
peligroso para el mozalbete. El chicuelo se pasaba el día, en
opinión de su padre, mirando las musarañas y en un estado que, si
fuera un místico, lo catalogaría más cerca de la levitación que
de estar con los pies en el suelo. El padre de Ginés no lograba
llegar a entender qué era lo que le ocurría a un hijo, que si bien,
siempre había sido raro, ahora estaba en un estado que lo sumía en
lo más profundo de los atontilamientos. La actitud del crío había
hecho ya que el padre perdiera los nervios y que éste hubiera tomado
una decisión: “¡Si la próxima orden también la ignora, le
meto!. El estado de la cuestión, aunque no comunicado de forma
verbal, ya había sido hecho llegar al chavea con gestos y
comentarios. La criatura no estaba dispuesto a darle argumentos al
padre para que lo hinchara a capones, así que con sumo tiento
depositó el mensaje de su amor bajo la piedra, dentro de una nueva
bolsa... esta vez de escamas de jabón que su madre utilizaba para la
ropa y que él había sisado de la pila. La carta ya no olería a
atún, si no a jabón de Marsella. Justo cuando el padre estaba
llenando una botella de anis seco que le había demandado un cliente.
Entraba Laura por el zaguan de su casa
especialmente molesta por el estúpido resbalón que había tenido
por la senda que sesga el camino a su casa. El inoportuno traspies
había hecho que se manchara la vira que adorna su falda con el barro
que aún mantenía el carril casi impracticable. El malhumor, Laura
no aceptaba con resignación las situaciones que la dejaban, a su
entender, en una posición poco airosa. A la mancha de barro del
vestido, la poca donosura que tornó su figura en el intento
tragicómico de no caer al suelo, más la suciedad de sus tacones que
se clavaron en el piso de forma que a punto estuvo de mancharse la
carita con el sucio barro del bancal, había que añadirle, que el
chicuelo de la taberna, el Ginés, el hijo del tabernero, la había
visto en esa situación que en tan mal lugar la dejaba. A ella el
mozo no le decía ni fú ni fá, pero es que no soportaba que nadie
pudiera esbozar una sonrisa, si ella era el motivo de la misma, si no
había otorgado el permiso para hacerlo.
Laura se cambiaba de falda y de zapatos
en su habitación cuando, al dejarlos junto a la cama, se percató
del sobre rojo y azul que bajo la yacija acumulaba polvo. Recordó que
hace unos días lo recibió y lo dejó para leerlo o tirarlo más
tarde. Supuso Laura, con buen criterio, que a la hora de acostarse
llevada por el cansancio y un poco de desidia, había tirado del
cobertor haciendo que el sobre cayera con tan mala suerte, que se
deslizó bajo el somier y eso hizo que ella se olvidara de la misiva.
Hay cosas que suceden por casualidad.
La carta de Ginés a Laura era una de aquellas que estaban condenadas
a no ser leídas nunca. La primera intención de la chiquilla fue
romperla, pero no lo hizo. Mas tarde se perdió en las profundidades
del suelo que se haya bajo su cama, pero fue encontrada. Tampoco la
situación era la más adecuada en el momento del rescate, pues la
nenica estaba bastante enfadada y lo más normal era que, en un
ataque de ira, la hiciera mil pedazos. Inexplicablemente, si
conocemos a Laura, ésta hizo todo lo contrario a lo que de ella
esperaríamos. La abrió, por supuesto esperando encontrarse con una
invitación a la bodega o simplemente propaganda de sus productos. Le
sorprendió que dentro encontrara un pliego de papel tosco y poco
elegante que contenía una escritura, redonda, que denotaba que la
mano de que la había hecho era la de un espíritu alegre, dulce,
libre... Le gustó tanto la letra que eso y no otro impulso, la hizo
decidir el leerla.
Transcurrieron algunos minutos entre
que Laura comenzó la lectura y volvió a doblar la hoja e
introducirla de nuevo en el sobre... Algo debió de hacer ¡click! En
el cerebro de Laura, pues lo normal en su actuación hubiera sido que
la hiciera trizas o la doblara con desgana para guardarla y
enseñársela más tarde a sus amigas y todas en colla, en una
tormenta de ideas, manifestaran su opinión al respecto sobre el
manuscrito, eso si, solo se admitirían opiniones que humillaran y
dejarán de mal lugar al tontolín de Ginés.
Nada de eso ocurrió. Laura guardó el
sobre y no sabiendo que le impulsaba a conservarlo lo hizo en la
cómoda, junto a su ropa, donde la carta atesoraría su olor, la
suave fragancia de su cuerpo, el cálido y aterciopelado tacto de su
piel... Y Laura, extrañamente en vez sonreir con sorna y mofarse de
la chiquillada de su vecino Ginés, alegró su carita de niña mimada
y en ese momento, sin saber porque, se dirigió por el derrotero que
serpentea sobre el quijero que amojona junto a la bardiza la linde
del vecino hasta llegar a la piedra que, bajo ella, debía contener
otra nueva carta.
Mas tarde Laura se preguntaría que la
impulsó a decidir ir allí, al lugar donde estarían los futuros
mensajes. Barajó si fue simple curiosidad. También estuvo pensando
que quizás fuera la simpleza e ingenuidad de las palabras que le
habían llegado por medio de ella... Tras darle muchas vueltas, tras
meditarlo mucho, llegó a una conclusión. Se acercó a mirar si bajo
la piedra había otra epístola, porque la letra de Ginés la había
cautivado. Esa letra redonda, alegre, equilibrada, repleta de
felicidad y de calma, fue la letra la que le llevó a buscar una
siguiente...
Y Laura se acercó a recogerla, pero ni
Juan desapareció de sus pensamientos, ni sus caprichos fueron menos,
ni sus dudas... Aunque Ginés ha ganado la primera batalla, ha
conseguido que lea su primera carta, esa es una relación, un deseo
del chiquillo, que tiene demasiadas cuestiones abiertas y casi todas
ellas juegan en su contra...
Pero Ginés sigue porfiando.
La Arboleja, Marzo de 2.013
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