Amaneció el día más tarde de lo
habitual a juicio de Ginés. Desde las cuatro de la mañana estaba
despierto, con el único objetivo que espiar la llegada del cartero a
la casa de Laura. La de ésta era bastante mas grande, moderna y
bonita, que en la que él yacía en esos momentos. Ginés duerme en
la habitación del fondo, la que en tiempos de sus abuelos se
encontraban las pequeñas cochiqueras y que en la última reforma
habían pasado a ser habitaciones, entre ellas la suya. Situada en la
parte de atrás de la casona, la vista que se podía contemplar no
era la más bonita de disfrutar. Los limoneros que plantara su abuelo
por los sesenta, sus ramas, amenazaban con invadir el pequeño
cuarto y la luz del día se colaba con dificultad entre las frondosas
hojas de los frutales. Para Ginés el sol estaba llegando con retraso
a su reunión en la que se había citado con el día. Nunca había
tenido tantas ganas de que llegara la hora del desayuno.
Ginés, de nuevo maldijo su suerte. El
mozo no se tenía por un ser desgraciado, pero si creía firmemente
que tenía ese punto de desherado que lo hacía infeliz en momentos
puntuales. Presumía de que, si algo inoportuno tenía que ocurrir,
siempre se produciría el día que a él más le perjudicara.
Evidentemente, como hoy esperaba la llegada del cartero y que tras
leer la carta, Laura, pasara por el quijero, levantara la cabeza y lo
mirara por primera vez en todos los meses en los que él se dedicaba
a observarla... Pues hoy llovía a mares... Pensaba, con el
entusiasmo que solo desarrollan los que saben que por mucho que se
animen son un equipo inferior y van a perder, el tiempo cambiaría y
cesaría la lluvia. Era plenamente consciente que por el quijero que
serpentea a la par del azarbe nadie, en su sano juicio pasaría en
varios días, debido a la cantidad de barro que se había formado.
Pero él, con un optimismo que sabía plenamente injustificado,
quería pensar que, si Laura leía su misiva, bien la curiosidad o
bien la coincidencia de pareceres, la haría pasar tras la bardiza
del juego de bolos de su padre.
El zagalico tenía preparada la excusa
que le diría a su progenitor para no ir al conservatorio. Estudios
que había elegido, no por su amor a la música, porque él, amor,
amor.... cree que de momento sólo lo siente por Laura, si no, porque
creía, que tocar el trombón de varas sería más entretenido que
estudiar Ciencias Exactas en la Facultad. Existía una segunda causa
para elegir ese centro de estudios. La negativa de su padre a
comprarle una moto para acercarse al Campus de la UMU, le hacía
tener que emplearse en compañeros para ir a estudiar o a adquirir un
bonobús de por vida. Ginés, pragmático por convencimiento, calculó
que si el trombón de varas no le satisfacía plenamente en el futuro,
al menos, se ahorraría un montón de kilómetros y compromisos con
compañeros de viaje, ya que el conservatorio se encuentra a unos
pocos metros de casa. El caso es que, como su padre estaba deseando
que se quedara atendiendo las necesidades del negocio, admitiría
encantado que hoy se celebraba el patrón de los músicos de metales,
San Huberto de Lieja, ( a la sazón patrón de los metalúrgicos),
pues si le decía que era Santa Cecilia, no se lo iba a creer, ya que
la abuela era cartagenera y él estaba acostumbrado a ir a la romería
de la Santa y le iba a extrañar el cambio de fecha.
Todo salió a la perfección. El padre
tragó la trola del jovenzuelo y éste permaneció durante todo el
día atendiendo el mostrador del pequeño bar del negocio paterno.
Llegó la hora a la que habitualmente solía pasar el cartero y se
puso raudo en el umbral de la puerta de la bodega , con el pretexto
de recoger el correo, pero con la intención real de ver, si entre
las cartas que iba a repartir por las casas cercanas, iba su
inconfundible y destacado sobre azul y rojo. La cara se le puso
colorá como un pimiento y el corazón se le aceleró a ritmos a los
que cualquier mortal hubiera sufrido una crisis cardiaca. Vió el
sobre, lo recibiría Laura en unos pocos minutos. A todo esto, el
tontín del cartero, acostumbrado a que los sobres rojos y azules
fueran para el tabernero, lo puso en el lote de su padre, sin acertar
a leer la dirección del destinatario. Ginés tornó a un tono aún
más intenso de rojo, pero esta vez de furia y en un alarde de
reflejos le espetó al funcionario: “¡Joder, Antonio!. ¡No ves
que esta carta es para la vecina, para Laura!. El cartero, miró con
asombro el sobre y sólo acertó a musitar. “¡Qué raro que las
Destilerías Bernal escriban a esta chiquilla!”.
Esperó el tiempo que estimó necesario
para que el cartero llegara a casa de Laura, entregara la
correspondencia y ésta leyera su epístola de presentación, que
esperaba que no fuera también de despedida...
Pasada algo más de media hora, Ginés
se puso las botas katiuskas, cogió en una mano el paraguas y en la
otra el rastrillo y a pesar de la tromba de agua que estaba cayendo
se dispuso a realizar su labor diaria de alisar el campo de juego,
sin otro objeto que el de observar a Laura a su paso. No tardó mucho
en recibir un grito desde dentro de la taberna, con el que el padre,
exento de ternura, le ordenaba: “¡Tontolpijo, que haces
rastrillando el carril con esta tormenta!, ¿No ves que ahí no se va
a poder jugar en al menos una semana?. ¡Ven p'acá y haz algo útil
en toa la mañana!.
No le quedó más remedio a Ginés que
entrar en la casa y ponerse a las órdenes de su padre... Y pensó,
de nuevo, ¡qué malo es pensar!. “Le enviaré una nueva carta”
dando por descontando que Laura pasaría y él no estaría en el
lugar que le había indicado... Y con ésta, contaba Ginés que
tendría que comprar un nuevo sello, Laura ya le debería veinte
céntimos. Sin duda su historia de amor se estaba consolidando.
Y la carta comenzaba.....
No hay comentarios:
Publicar un comentario