viernes, 1 de marzo de 2013

La vuelta al mundo en mi birlocha, quedan ochenta y nueve entradas.


Amaneció el día más tarde de lo habitual a juicio de Ginés. Desde las cuatro de la mañana estaba despierto, con el único objetivo que espiar la llegada del cartero a la casa de Laura. La de ésta era bastante mas grande, moderna y bonita, que en la que él yacía en esos momentos. Ginés duerme en la habitación del fondo, la que en tiempos de sus abuelos se encontraban las pequeñas cochiqueras y que en la última reforma habían pasado a ser habitaciones, entre ellas la suya. Situada en la parte de atrás de la casona, la vista que se podía contemplar no era la más bonita de disfrutar. Los limoneros que plantara su abuelo por los sesenta, sus ramas, amenazaban con invadir el pequeño cuarto y la luz del día se colaba con dificultad entre las frondosas hojas de los frutales. Para Ginés el sol estaba llegando con retraso a su reunión en la que se había citado con el día. Nunca había tenido tantas ganas de que llegara la hora del desayuno.

Ginés, de nuevo maldijo su suerte. El mozo no se tenía por un ser desgraciado, pero si creía firmemente que tenía ese punto de desherado que lo hacía infeliz en momentos puntuales. Presumía de que, si algo inoportuno tenía que ocurrir, siempre se produciría el día que a él más le perjudicara. Evidentemente, como hoy esperaba la llegada del cartero y que tras leer la carta, Laura, pasara por el quijero, levantara la cabeza y lo mirara por primera vez en todos los meses en los que él se dedicaba a observarla... Pues hoy llovía a mares... Pensaba, con el entusiasmo que solo desarrollan los que saben que por mucho que se animen son un equipo inferior y van a perder, el tiempo cambiaría y cesaría la lluvia. Era plenamente consciente que por el quijero que serpentea a la par del azarbe nadie, en su sano juicio pasaría en varios días, debido a la cantidad de barro que se había formado. Pero él, con un optimismo que sabía plenamente injustificado, quería pensar que, si Laura leía su misiva, bien la curiosidad o bien la coincidencia de pareceres, la haría pasar tras la bardiza del juego de bolos de su padre.

El zagalico tenía preparada la excusa que le diría a su progenitor para no ir al conservatorio. Estudios que había elegido, no por su amor a la música, porque él, amor, amor.... cree que de momento sólo lo siente por Laura, si no, porque creía, que tocar el trombón de varas sería más entretenido que estudiar Ciencias Exactas en la Facultad. Existía una segunda causa para elegir ese centro de estudios. La negativa de su padre a comprarle una moto para acercarse al Campus de la UMU, le hacía tener que emplearse en compañeros para ir a estudiar o a adquirir un bonobús de por vida. Ginés, pragmático por convencimiento, calculó que si el trombón de varas no le satisfacía plenamente en el futuro, al menos, se ahorraría un montón de kilómetros y compromisos con compañeros de viaje, ya que el conservatorio se encuentra a unos pocos metros de casa. El caso es que, como su padre estaba deseando que se quedara atendiendo las necesidades del negocio, admitiría encantado que hoy se celebraba el patrón de los músicos de metales, San Huberto de Lieja, ( a la sazón patrón de los metalúrgicos), pues si le decía que era Santa Cecilia, no se lo iba a creer, ya que la abuela era cartagenera y él estaba acostumbrado a ir a la romería de la Santa y le iba a extrañar el cambio de fecha.

Todo salió a la perfección. El padre tragó la trola del jovenzuelo y éste permaneció durante todo el día atendiendo el mostrador del pequeño bar del negocio paterno. Llegó la hora a la que habitualmente solía pasar el cartero y se puso raudo en el umbral de la puerta de la bodega , con el pretexto de recoger el correo, pero con la intención real de ver, si entre las cartas que iba a repartir por las casas cercanas, iba su inconfundible y destacado sobre azul y rojo. La cara se le puso colorá como un pimiento y el corazón se le aceleró a ritmos a los que cualquier mortal hubiera sufrido una crisis cardiaca. Vió el sobre, lo recibiría Laura en unos pocos minutos. A todo esto, el tontín del cartero, acostumbrado a que los sobres rojos y azules fueran para el tabernero, lo puso en el lote de su padre, sin acertar a leer la dirección del destinatario. Ginés tornó a un tono aún más intenso de rojo, pero esta vez de furia y en un alarde de reflejos le espetó al funcionario: “¡Joder, Antonio!. ¡No ves que esta carta es para la vecina, para Laura!. El cartero, miró con asombro el sobre y sólo acertó a musitar. “¡Qué raro que las Destilerías Bernal escriban a esta chiquilla!”.

Esperó el tiempo que estimó necesario para que el cartero llegara a casa de Laura, entregara la correspondencia y ésta leyera su epístola de presentación, que esperaba que no fuera también de despedida...

Pasada algo más de media hora, Ginés se puso las botas katiuskas, cogió en una mano el paraguas y en la otra el rastrillo y a pesar de la tromba de agua que estaba cayendo se dispuso a realizar su labor diaria de alisar el campo de juego, sin otro objeto que el de observar a Laura a su paso. No tardó mucho en recibir un grito desde dentro de la taberna, con el que el padre, exento de ternura, le ordenaba: “¡Tontolpijo, que haces rastrillando el carril con esta tormenta!, ¿No ves que ahí no se va a poder jugar en al menos una semana?. ¡Ven p'acá y haz algo útil en toa la mañana!.

No le quedó más remedio a Ginés que entrar en la casa y ponerse a las órdenes de su padre... Y pensó, de nuevo, ¡qué malo es pensar!. “Le enviaré una nueva carta” dando por descontando que Laura pasaría y él no estaría en el lugar que le había indicado... Y con ésta, contaba Ginés que tendría que comprar un nuevo sello, Laura ya le debería veinte céntimos. Sin duda su historia de amor se estaba consolidando.

Y la carta comenzaba.....

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